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Chicalás y Guayacanes

“Hogar es donde habita el corazón.” - Plinio El Joven


Las últimas semanas antes de mi mudanza definitiva de Bogotá noté algo que no había visto antes o, al menos, en lo que no me había detenido. La ciudad, además de estar extrañamente soleada y contenta, estaba amarilla. Árboles medianos, casi arbustos, florecieron regados por todas partes, de la noche a la mañana, en una explosión de ese color que hizo de este hogar mío luz reconfortante ante mis ojos.


Este regalo de la naturaleza fue un abrazo y también un puñal. Hizo que, en medio de la actividad frenética de mudarse, la nostalgia me invadiera y los pensamientos hipotéticos, tristes y somnolientos desfilaran por mi mente. Me di cuenta de que tres años en Bogotá la habían convertido en un hogar definitivo porque yo misma me había hecho y deshecho muchas veces allí. Y de que irme no cambiaría que tenía una nueva casa para extrañar por el resto de mi vida.


Sin embargo, el florecer de los Chicalás - busqué, claro, cuáles eran esos árboles coordinados que sorprendieron mis días - me recordó a otro de mis hogares. También Medellín se viste unas cuantas veces al año de amarillo pollito gracias a los gigantes Guayacanes cuyas flores de repente estallan. Estos, altos y esbeltos, llenan las montañas de la ciudad y sus alrededores de motas brillantes que se ven desde cualquier lugar del valle. El espectáculo dura unos 20 días y luego le siguen manteles amarillos que cubren parques, jardines y calles. Hay un par de Guayacanes que llevo clavados en el pecho, que estuvieron presentes en mis años de infancia y adolescencia y significan jugar a coger las flores antes de que tocaran la tierra con mis amigas, acostarme sobre el pasto amarillo a mirar el cielo con mis hermanas, o contar las manchas de color en las montañas.


Como ves, los Guayacanes son para mí símbolo de casa, belleza, calor. Son también familia de los Chicalás, descubrí en mi investigación botánica. Tal vez fue por su similitud que pude mirar con detenimiento el florecer de los Chicalás. Unen dos puntos de mi vida y de mi identidad, como el hilo de una historia en la que distintas personas recorren momentos aparentemente inconexos pero en la que se intuye un desenlace épico y unificador.


La yo de Medellín y la yo de Bogotá pudieron encontrarse bajo la sombra de un árbol amarillo. Y se sonrieron. Y lloraron porque han tenido que decirse adiós.


Despedirse de un lugar es como despedirse de alguien. Un lugar te hiere y transforma. Se vuelve tu amigo y, a ratos, deja de serlo. Te va dejando entrar en su alma poco a poco, si eres suficientemente curioso. Y tú a él. Te muestra sus mejores y peores facetas, y aprendes a quererlas ambas. Y, como en toda buena amistad, te sirve de espejo para conocer tus rincones más recónditos, para verte con una luz nueva, que a veces encandila como las flores amarillas y a veces genera sombras insospechadas.


Así, al momento de partir, corres el riesgo de partir de ti. Si te descuidas, si pasas la página como si Bogotá - o la ciudad que sea - fuera cosa del pasado. Si al empacar, guardas también tu nueva identidad. Aquí entran estas páginas que escribo y los Chicalás y Guayacanes. Son mi manera de grabar aquello inexplicable que me pasó en Bogotá. Así imprimo y convierto en símbolo a mi nueva yo, que no es contradictoria a mi vieja yo. Somos familia, como los Chicalás y Guayacanes, aunque florecemos distinto. Al mismo tiempo, somos una, floreciendo mejor ahora que soy de dos lugares, amo dos lugares y quienes allí habitan, porque mi corazón ha crecido, en su herida y vulnerabilidad, para abarcar ambas ciudades y, también, a ambas yo.


He aquí la belleza y la tragedia de pertenecer a uno y otro hogar. De amar aquí y allá. De atesorar espacios a los que mi corazón queda atado irrevocablemente. De llegar, irse y volver. De recordar y extrañar. De recordarme y serme fiel en mis descubrimientos y transformaciones. De ser yo, un poco aquí y otro poco allá, finalmente una sola que florece, suelta sus flores y vuelve a empezar.

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